«Sentí la suavidad de la noche en el rostro y, encantado, dejé que me invadiera. Me abandoné sin reservas a esa dulzura. En ese momento, comprendí que estaba feliz y que eso importaba. El cielo brillaba con un resplandor rojizo y el aire estaba lleno de aromas frescos y sutiles. Me sentí en armonía con el mundo, como si todo encajara perfectamente.»
– A.C.