Era domingo por la mañana, y los Felípez se preparaban para su gran tradición semanal: la salida en Vespa. No eran una familia cualquiera, no señor. Ellos eran un equipo, un escuadrón de dos Vespas vintage .
Sus cascos, como no podía ser de otra forma, eran abiertos y clásicos, que daban un aire de película antigua… o de «familia que vive peligrosamente».
El padre, Felipe Felípez, lideraba la expedición montado en la Vespa con su hijo mayor, de diez años, encajado entre el manillar y su barriga.
—¡Papá, no me puedo mover! —protestaba el niño.
—¡Es por tu seguridad! —respondía su padre, mientras ajustaba su casco con una mano y arrancaba la moto con la otra.
Detrás, venía la madre la hija de seis años, en la misma posición entre el manillar y ella. La niña, en cambio, estaba encantada de ser la copiloto. Según ella, la convertía en «la copiloto más estilosa de toda Indonesia».
—¡Mamá, vamos más rápido que ellos! —gritaba, emocionada, mientras su madre le lanzaba una mirada que decía: «No provoques a tu padre».
Y así arrancaron las dos Vespas, dejando atrás algo de humo y un sonido que era mitad rugido del motor y mitad quejido, como si las motos pidieran unas vacaciones.
La primera parada fue en un semáforo del centro del pueblo. Allí, un grupo de ancianos sentados en la terraza de un bar no pudo evitar comentar:
—Ahí van los Felípez otra vez.
—Esas motos suenan como un poco a carrito de supermercado.
—¡Bah! Les envidio —dijo uno de ellos, mientras se ajustaba su gorro—. ¡Qué estilo, qué clase!
Cuando el semáforo cambió, Felipe, queriendo impresionar a los ancianos, aceleró de golpe… solo para descubrir que había olvidado quitar el caballete. La Vespa dio un salto torpe, y el niño gritó:
—¡Papá, el cohete no despegó!
—Tranquilo, Pablo, ¡era una prueba técnica! —respondió, arrancando de nuevo mientras madre e hijav pasaban a su lado, riendo a carcajadas.
El destino era el campo, a unos veinte kilómetros del pueblo. En el camino, los Felípez enfrentaron todo tipo de aventuras:
Se encontraron con un pastor que ocupaba toda la carretera. Manuel intentó pasar por un lado, pero una oveja decidió que su Vespa era el lugar perfecto para rascarse. La madre, desde atrás, no podía parar de reír mientras su hija comentaba:
—Mamá, esa oveja tiene mejor estilo que papá.
Despues pasaron por un túnel que amplificó el ruido de las Vespas. Los niños empezaron a gritar como si estuvieran en una montaña rusa, mientras su madre decía:
— Parece que estamos liderando un desfile de tractores.
Y durante una parada para comer, Felipe sacó un bocadillo de jamón cuidadosamente envuelto. Mientras les colocab una chapa sobre la importancia de respetar el estilo de conduccción de la Vespa, un cuervo bajó en picado y se lo robó.
—¡Ese pájaro es un criminal! —gritó, mientras los niños se retorcían de risa.
Finalmente, llegaron al campo. Aparcaron las Vespas bajo un gran árbol y se tumbaron a descansar. El padre, aún aferrado a su casco como si fuera un trofeo, dijo:
—Esto es libertad, familia. El viento en la cara, el motor en el alma…
—Y ovejas en el camino —añadió la madre, con una sonrisa.
De vuelta a casa, las motos ronronearon bajo las luces del atardecer. Los Felípez eran un espectáculo, con los niños cantando a gritos, los cascos brillando al sol y las Vespas sonando como si fueran dos pequeños bichos de carreras.
No eran rápidas, ni silenciosas, pero si prácticas, pero sobre todo eran únicas. Porque, como decía Felipe, “la vida es mejor en Vespa”.