Viaje infantil

Imagina que una vieja Vespa como esta te llevó de viaje a Bali en tu niñez…

El sol balinés se desperezaba entre las nubes, iluminando con sus primeros rayos los templos y terrazas de arroz que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El día prometía ser caluroso y lleno de vida, como cada jornada en la isla de Bali. Adi, un niño de seis años, miraba emocionado desde la ventana del bungalow en el que se hospedaban. Su padre, un hombre de sonrisa fácil y piel tostada por el sol, revisaba los últimos detalles antes de su gran aventura: un viaje en Vespa por los caminos serpenteantes de la isla.

—Papá, ¿cuándo salimos? —preguntó Adi, impaciente por la emoción.

—En cuanto te pongas el casco, pequeño aventurero —respondió su padre, mientras sacaba del armario dos cascos: uno grande y uno pequeño, especialmente elegido para Adi.

La Vespa, una clásica de color plateado, esperaba en la entrada del bungalow. Era un vehículo antiguo, pero en perfecto estado, con su carrocería reluciente y los espejos pulidos. El rugido suave de su motor al encenderla resonó en el aire, prometiendo una jornada llena de descubrimientos.

Con Adi bien asegurado en el asiento trasero, agarrado firmemente a su padre, partieron. El viento cálido les acariciaba el rostro mientras la Vespa avanzaba por las estrechas calles del pueblo, donde los lugareños empezaban su día vendiendo ofrendas de flores y frutas a los dioses, en pequeños canastos de palma. El aroma de incienso llenaba el aire, mezclándose con el dulce olor de las flores de frangipani.

—Papá, ¡huele delicioso! —exclamó Adi, inhalando profundamente el aire lleno de fragancias.

—Es el olor de Bali, hijo. Algo que nunca olvidarás —respondió su padre con una sonrisa.

La Vespa dejó atrás el pueblo y comenzó a ascender por un camino flanqueado por terrazas de arroz. Los campos verdes se extendían en escalones perfectos, reflejando el cielo azul en sus pequeñas charcas. Aquí y allá, los campesinos, con sus sombreros de paja, trabajaban en los arrozales, inclinándose sobre el agua como si formaran parte del paisaje.

—¿Sabes, Adi? Este es uno de los lugares más hermosos del mundo —dijo su padre, mientras detenía la moto en un mirador para que pudieran admirar la vista.

Adi se quedó en silencio, sus grandes ojos oscuros recorriendo cada detalle del paisaje. Para él, todo era nuevo y fascinante, desde el brillo del sol en las hojas de los arrozales hasta el lejano sonido de un gallo que cantaba desde alguna granja escondida entre las colinas.

—Papá, ¿podemos caminar por los campos? —preguntó, señalando los senderos estrechos que serpenteaban entre las terrazas.

—Claro que sí, vamos a explorar —contestó su padre, ayudándole a bajar de la Vespa.

El camino era estrecho y resbaladizo en algunas partes, pero Adi avanzaba con determinación, fascinado por cada insecto que encontraba y cada ave que veía volar sobre su cabeza. Llegaron hasta una pequeña cabaña donde un anciano, de rostro arrugado y sonrisa amable, descansaba mientras observaba su cosecha.

—Selamat pagi! —saludó el anciano en balinés, a lo que Adi respondió con un tímido «pagi,» recordando las palabras que su padre le había enseñado.

El anciano les ofreció un poco de agua fresca y les mostró cómo recogía el arroz, explicando con gestos y palabras simples. Adi, encantado, intentó imitar los movimientos, pero el racimo de arroz se le escapaba de las manos, lo que provocó las risas del anciano y de su padre.

—Es más difícil de lo que parece, ¿verdad, hijo? —dijo su padre, acariciándole el cabello.

Después de agradecer al anciano, volvieron a la Vespa y continuaron su viaje. La carretera serpenteaba ahora entre colinas cubiertas de selva. Las sombras de los árboles altos les daban un respiro del sol mientras avanzaban hacia su siguiente destino: el templo de Besakih, el más grande y sagrado de Bali.

El templo se erguía majestuoso en la ladera del monte Agung, envuelto en una atmósfera de misterio y reverencia. Adi y su padre dejaron la Vespa en la entrada y comenzaron a subir los escalones que llevaban al templo principal. A medida que ascendían, Adi sentía como si estuviera entrando en otro mundo, uno lleno de historias antiguas y espíritus guardianes.

—Este lugar es muy especial, Adi. Aquí la gente viene a rezar y a dar gracias por todo lo que tienen —explicó su padre mientras avanzaban entre las torres y santuarios.

Las figuras de piedra de los dioses les observaban desde todos los ángulos, sus expresiones serenas y sabias. Adi se sentía pequeño en comparación con la grandeza del templo, pero también lleno de una curiosidad y una paz que no podía explicar.

—Papá, ¿qué le piden los dioses a la gente? —preguntó mientras observaba a las personas haciendo sus ofrendas.

—Les piden que sean buenos, que respeten a los demás y que cuiden de la naturaleza —respondió su padre, arrodillándose junto a él para hacer una pequeña ofrenda de flores.

Después de pasar un rato en el templo, descendieron por los escalones y volvieron a la Vespa. Era hora de regresar al bungalow, pero Adi no quería que el viaje terminara. Se había sentido tan libre, tan lleno de vida, montado en la Vespa con su padre.

—Papá, ¿podemos hacer esto otra vez mañana? —preguntó mientras el viento volvía a acariciar su rostro en el camino de regreso.

—Por supuesto, hijo. Hay mucho más de Bali que quiero mostrarte —respondió su padre, con una sonrisa que reflejaba el mismo entusiasmo que sentía Adi.

El sol empezaba a descender en el horizonte cuando llegaron de nuevo al bungalow. Las luces cálidas de las lámparas de aceite iluminaban el jardín, y el sonido de la naturaleza llenaba el aire. Adi estaba cansado, pero feliz, y mientras su padre le ayudaba a quitarse el casco, sabía que ese día quedaría grabado para siempre en su memoria.

—Gracias, papá. Fue el mejor día de mi vida —dijo Adi antes de que el sueño lo venciera.

—Y lo mejor es que solo es el comienzo, hijo —respondió su padre, besándole en la frente antes de que Adi se quedara dormido, con una sonrisa en los labios.

Bali, con su belleza natural y su rica cultura, se había grabado en el corazón de Adi, y cada día que pasara en esa isla sería una nueva aventura, una que compartiría con su padre, montados en su confiable Vespa plateada, recorriendo los caminos de la vida.