La mansión se erguía majestuosa, pero sus paredes contaban historias de un esplendor ya desvanecido. Las columnas, alguna vez orgullosas guardianas de la entrada, ahora mostraban grietas y vestigios de un pasado glorioso. Los jardines, antaño exuberantes y llenos de vida, se habían convertido en un laberinto de maleza que ocultaba sus secretos entre sus enredaderas.
Dentro de la mansión, los salones resonaban con ecos de risas que ahora solo vivían en el recuerdo. Los candelabros, antes resplandecientes, arrojaban una luz tenue sobre muebles cubiertos de telarañas y cortinas desgarradas. Retratos de antepasados miraban desde las paredes, testigos silenciosos de una gloria pasada.
En la vasta biblioteca, estantes de libros polvorientos se alzaban como tesoros olvidados, sus páginas amarillentas susurrando historias que ya no encontraban oyentes. Los pasillos, una vez frecuentados por sirvientes diligentes y huéspedes ilustres, ahora resonaban con el eco solitario de pasos fantasmas.
El señor de la mansión, una sombra de lo que alguna vez fue, deambulaba por los salones con la pesada carga de los recuerdos. Sus ojos, antes centelleantes con la promesa del futuro, ahora reflejaban la tristeza de un tiempo que se había escapado entre sus dedos. La decadencia había dejado su marca en cada rincón, recordándole que todo lo grandioso eventualmente se desvanece, dejando solo ruinas y susurros melancólicos.